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Barbarie en el Mediterráneo

Actualizado: 13 may 2024


Llego del trabajo por la noche, cansado como de costumbre. Hoy ha sido un día bastante caluroso y agitado. La producción aumenta cada día y en el sector los líderes andan con los ánimos caldeados. Nadie quiere llevar la contra y todos simplemente se dedican a trabajar. Los trabajadores japoneses no suelen responder en contra, o muy pocas veces los hacen, sobre todo si el que da la orden es su jefe directo. Ellos simplemente callan y obedecen. Asienten y siguen trabajando, como si no pasara nada. Es una opresión por la necesidad de trabajo o por la normalización de la sociedad a ese ritmo laboral. Hay japoneses que literalmente mueren cada año por exceso de trabajo. Lo irónico es que, justamente por la razón contraria, en los países en desarrollo mueren las personas por no tener un trabajo.

No me he acostumbrado del todo a ese ritmo tan robótico y cuadrado, donde uno tiene que callar, asentir a lo que el superior o superiores digan. Tal vez sea el sector donde trabajo o quizá el ADN de la fábrica. Si hay un desperfecto de cualquier cosa, simplemente informo para que lo reparen y sigo trabajando en lo mío. Además quién escucharía a un joven de veinte años, extranjero, que apenas sabe hablar el idioma japonés.

En la soledad del apartamento, me caliento arroz del día anterior, abro una lata de atún y sirvo agua caliente en un cup ramen (sopa instantánea). Acomodo todo sobre la pequeña mesa de madera, divido los palillos de madera para comer y pongo en mi celular el programa de Bayly (un noticiero de noticias internacionales). No doy tres sorbos de mi sopa de camarones instantánea, cuando el conductor y entrevistador, Jaime Bayly, relata una noticia vergonzosa. Muestra el titular en la pantalla “Barbarie en el Mediterráneo: números de la vergüenza”, y comenta sobre ello explicando que una de las tantas embarcaciones africanas, que intentaron ilegalmente entrar a las fronteras más cercanas, no han podido arribar en ningún puerto y que los han tenido en altamar durante más de un mes y de un país al otro porque nadie los ha querido recibir en sus tierras. España primero mandó un comunicado diciendo que los recibiría pero luego se negaron, mientras tanto ellos varados en altamar se quedaron sin comida y sin agua. Algunas personas fallecidas las tenían en botes apartes sujetados por una soga a la embarcación principal. Finalmente tuvieron que regresar de donde salieron, las cámaras de los noticieros captaron a la embarcación llegando, las personas desesperadas tratando de bajar a los niños, adultos y a sus muertos. Entre todas las imágenes, resaltó una, era una chico moreno, sentado dentro de la embarcación, a un lado observando todo el caos alrededor. Sentado, apoyaba su quijada en la palma de su mano, mirando con profunda tristeza y decepción, quizá por tener que volver al mismo puerto desde donde partió. Quizá pensando que nunca volvería a salir de aquél puerto a realizar sus sueños y que lo único que consiguió fue cruzar el mediterráneo para ver la barbarie humana en la que el mundo se gobierna. Ver con sus propios ojos el egoísmo por un territorio, la miseria de la especie humana, que prefiriendo cerrar sus fronteras y dejándolos a ellos morir lentamente en una precaria embarcación. Su mirada es tan profunda, perdida en sus pensamientos que dejo de cenar. La comida se enfría, no tengo más hambre. Tomo una ducha, me voy a la cama pero no consigo conciliar el sueño, el rostro de aflicción del joven africano no desaparece. En medio de la madrugada, me siento a la orilla de la cama y solo puedo recordar el poema “Los heraldos negros” de Vallejo. Lo leo una y otra vez, y duele. No consigo dormir en toda la noche. Y sin dormir, aún más cansado que el día anterior, y con la mirada adolorida de aquél muchacho en mi mente, me alisto de nuevamente para ir al trabajo.

En el camino hacia la fábrica, manejando bicicleta, recuerdo dos líneas del poema de Vallejo:

“... Esos golpes sangrientos son las crepitaciones

de algún pan que en la puerta del horno se nos quema”.

Esas dos líneas se repiten una y otra vez junto a la mirada del joven africano, y siento que de alguna manera tengo que exorcizarme de ese recuerdo, pues no quiero volver al insomnio de aquella madrugada.





Embarcación africana a la deriva en altamar, heraldos negros
Heraldos negros

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