Pintura polaca
- angaspilcok
- 25 dic 2023
- 7 Min. de lectura
Actualizado: 13 may 2024
—¿Y eso? —pregunté sorprendido.
—¿No te gustó? —replicó ella.
—No es eso. Solo me sorprendió ese beso.
Ella se acurrucó a un lado de la cama sin dejar de observarme. Como una gata mirando a pequeño ratón. Colocó las yemas de sus dedos fríos sobre mi pecho cálido y desnudo.
—Solo quería robarte un beso —dijo ella, mirándome provocativa, como si tuviese sed.
—¿Sabes cuál es el séptimo? —pregunté.
—¿Séptimo? ¿Qué séptimo? No entiendo —preguntó Miyuki.
—No robarás —dije.
Reímos. Entendió de inmediato a lo que me refería. Me sorprendió que siendo japonesa entendiera los Diez Mandamientos del cristianismo. Siendo los japoneses, por cultura religiosa en su mayoría budistas o sintoístas. Aunque la gran mayoría no lo practica, y en la práctica son ateos o agnósticos.
Ella se paró de la cama, sin cubrir su figura desnuda. Caminó hacia la mesa de noche, tomó el cenicero y lo colocó sobre la cama, al lado mío. «Caray, cómo supo que quería fumar», pensé. Observé su delgada figura, sus pequeñas curvas de pintura polaca. Su tez blanca como la nieve que gobernaba cruelmente afuera. Su cara de nena, su sonrisa dulce y venenosa, sus ojos marrones oscuros como dos clavos de olor.
—¿Te alcanzo los Kent? —preguntó ella.
—Sí, por favor —le dije, acomodando mi cabello alborotado.
Tomó la cajetilla que estaba cerca a su cabecera y me los alcanzó amablemente. Cordial, como suelen ser la mayoría de japoneses. Aunque Miyuki no era del todo nativa, había crecido con las buenas costumbres del país. Ella, hija de padre japonés y madre italiana, había crecido una parte de su infancia en Italia y el resto en Japón.
—¿Cómo es que sabes sobre los mandamientos bíblicos? —pregunté, mientras sacaba un cigarrillo y lo encendía.
—Cuando viví en Italia los aprendí. Mi abuela era católica, muy católica, y me enseñó cosas de su religión. Es raro, porque luego vine aquí (Japón) y aún no se me ha olvidado lo que me enseñaba, a pesar que era una niña. Aquí la mayoría es atea o budista. Mi padre, por ejemplo, es budista o eso creo, nunca hablamos de eso —Se acomodó el cabello, en una cola de caballo. Muy sencilla, a su estilo—.
—Uhm... entiendo, es raro igual —dije, y pregunté—, ¿y tú de qué eres?
—Una chica, solo soy una chica.
Sonreímos. Me miró desconfiada, como si tuviese que dar una respuesta asertiva. Terminó diciendo:
—Creo en un dios y en un destino. Pero somos tan pequeños y mortales como para saber quién es ése dios y cuál es ése destino.
—Agnóstica, supongo.
—Supongo que sí...
Pasamos un rato revisando los celulares, de quiénes nos habían llamado o escrito el día anterior. No había ningún mensaje de importancia, excepto por una notificación de mi Facebook. Me habían etiquetado en una foto perturbadora. Un joven torero, había sido insertado sin ninguna delicadeza, en el culo. El cuerno de un toro lo había atravesado de un lado al otro. De inmediato borré la etiqueta y borré de mi reducida cuenta de amigos, a quien me había etiquetado en tan desagradable foto. Quise borrar también aquella escena de mi mente, pero fue imposible. El cuerno del toro en el culo del joven torero y su cara de dolor ya se me habían grabado. Me quedé con el celular en la mano, la mirada en alguna parte, algo perturbado.
Miyuki se paró, caminó por la habitación aún desnuda, abrió el frigobar, tomó un agua helada para ella y otra para mí. Se subió a la cama con sus pies ligeramente sucios, puso el agua cerca de mi cabecera. Ella me miraba cómo yo jugaba con el celular apagado, con ambas manos, mientras seguía pensando en el dolor que habría sentido el joven matador. «Mierda... pobre trasero», pensaba.
—¿Se te acabó la batería del celular? —preguntó ella.
—No, no. Me habían etiquetado en una foto, de un toro incrustando por el trasero a un torero. Muy desagradable a estas horas de la mañana —respondí.
—A ver, muéstramela —pidió.
Busqué en Google la foto, la encontré fácilmente y se la mostré. Su rostro se perturbó y soltó una risita maliciosa.
—Pobrecito, su cara de dolor. Qué horrible que alguien muera de esa manera —dijo.
—Sí, aunque no creo que haya muerto. Tal vez ha quedado cojo o inválido, igual no creo que le queden ganas de volver a torear.
—Pobrecito, deberían sacrificar al toro.
—Pobre de los toros que son torturados —repliqué.
—Sí, pero sabes... la carne que comemos todos, igualmente son de animales que han sido torturados, y luego, sacrificados. Y a nadie le interesa.
—Es cierto Miyu, pero eso no nos da el derecho de torturarlos de esa manera. Es como alegar que porque existen sicarios tenemos derecho a matar a cualquier persona.
—Uhm... —ella apretó los labios, intentando responder.
—Además —agregué—, el arte no debería de ligarse al sufrimiento. El dolor en una persona genera arte como en una pintura, en la música o en el teatro. Pero producirle adrede sufrimiento a otro ser vivo para generar arte, me parece un oficio innoble. Podría hacerse la exhibición de valentía sin tener que llegar a matar al animal.
—Entiendo tu punto y me parece válido también —dijo ella arreglándose una vez más el cabello en cola de caballo pero hacia el otro lado.
Cambiamos de tema mientras nos vestíamos y arreglábamos para ir a tomar el desayuno al primer piso. Tomamos duchas por separado. Ella tomó un baño de agua tibia, como de costumbre. Por mi parte tomé un baño de agua caliente, como acostumbro en el invierno. Ella se maquilló ligeramente. Yo me puse crema en el cabello, sobre mi cabellera mojada, un desastre. Nos vestimos con la misma ropa del día anterior y salimos al ascensor. Bajamos los siete pisos y nos indicaron que el restaurante del hotel se encontraba en el segundo piso. Así que, ya lejos del ascensor, subimos por las escaleras. Los detalles dorados en las paredes color melón del hotel resaltaban una cierta elegancia. El restaurante de temática americana era acogedor. El desayuno era un bufete, así que, cogimos las bandejas de comida y nos servimos de todo un poco. Ella por supuesto, tomó ensalada, frutas y yogurt. Siempre cuidando su figura con el gimnasio y comida saludable. Por mi parte, coloqué algunos panecillos, carnes, huevos revueltos y un jugo de naranja. Para nuestra suerte habían muy pocas personas en el lugar. Nos sentamos uno al lado del otro, en la zona de fumadores, al frente de la ventana que daba hacia la calle principal. Afuera la nieve parecía no haberse derrito ni un centímetro. Los carros cruzaban a menor velocidad de lo normal, afuera era una mañana fría y lenta. Mientras nosotros devorábamos el desayuno con apuro.
—¿Me podrías traer otro de naranja? —pregunté.
—Claro —respondió ella, parándose.
Una pareja de japoneses me observaron con curiosidad. Les sonreí amigablemente, y ellos avergonzándose agacharon la cabeza. No volvieron a levantar la mirada de sus platos. Miyuki trajo la naranja y un platito de ensalada más.
—Sí que estás con hambre —dije.
—Un poco, mañana sigo con mi dieta.
—Un poco de ensalada no te va hacer nada, incluso creo que estás exagerando con el gym.
—Claro que tengo que ir, Kamilo, definitivamente —afirmó sin dudarlo.
—Bueno... como gustes —dije, entendiendo su entusiasmo por ir al gym y hacer dietas balanceadas.
Hace unos meses atrás, ella se empeñó con desarrollar un cuerpo de latina. Con formar más su trasero y piernas. Desde que me preguntó cuál fisionomía me atraía más, entre latinas, europeas o asiáticas. Le respondí que me gustaba el cuerpo de las latinas pero la personalidad de una japonesa. Entonces se propuso ir al gimnasio hasta lograr tener un cuerpo de latina. Le dije que no era necesario, que ya tenía un buen cuerpo. Por supuesto, no me hizo caso. Se inscribió en un gimnasio cerca de su casa y empezó hacer una dieta para desarrollar masa muscular en las piernas. Por mi parte, seguí haciendo mi pobre rutina de ejercicios semanales. Me ejercitaba dos veces a la semana, sobre todo por recomendación del doctor que por ánimo propio. Pero cada vez me costaba más, sobre todo por el tiempo de trabajo en la oficina. Trabajar doce horas diarias era extenuante. Pero ella, sin embargo, se puso estricta en ése asunto. Y después de varias semanas, me dijo:
—Me gustaría que me dibujaras, ¿lo harías?
—Lo pensaré —dije, sin tomarlo en cuenta.
—Prométemelo.
—Sabes que me cuesta retratar, además me tomaría mucho tiempo y no me gusta regalar los pocos dibujos que hago.
—No te preocupes, te lo puedes quedar, lo que quiero es que me dibujes —insistió.
—Lo pensaré.
—Promételo —repitió.
Sonrío, y comienzo a dudar si debo retratarla o no. Siempre me ha costado retratar a una persona, más aún cuando me lo exigen.
—¿Quieres que te haga un retrato como el polaco, Damian Klaczkiewicz? —pregunto, enredándome con el apellido del pintor.
—¿Quién es?
—Un pintor polaco, que retrata mayormente desnudos.
—Sí, sí, un retrato así sería mejor, ahora estoy en mi mejor forma —dijo entusiasmada, con una gran sonrisa.
—Lo pensaré —dije, pensando en cuántas personas me lo habían pedido antes y me había rehusado.
Siempre me ha costado dibujar algo específico para alguien, por eso, me niego sin más. Solo dibujo cuando estoy inspirado, cuando quiero realmente retratar algo o a alguien, en un determinado momento. No me obligo a que alguien me obligue. No fuerzo la inspiración, el pulso o la complicidad. No priorizo a nadie por encima de mí, cuando se trata de arte o el intento de éste. Detesto que me obliguen tanto como detesto obligar a alguien. No le encuentro sentido al arte forzado o manipulado, sería como un animal punzado una y otra vez, derrotado, para deleitar a unos cuantos que aplauden al final del ruedo. ¿A eso se le puede llamar arte?
—Me he esforzado mucho yendo al gym y quiero un recuerdo mío, así no me lo des —dijo, mirándome como una pequeña felina.
—Lo pensaré, esta vez, lo pensaré en serio —dije honestamente.
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